Breves apuntes sobre la literatura ecuatoriana.
Un análisis por
Raúl Pérez Torres
¿De dónde vengo? Vengo del ombligo del mundo. Del centro del mundo. Mi país tiene un nombre que no define la historia, sino el azar: Ecuador. Si alguien toma el diccionario para saber algo de él, se encontrará con que Ecuador es el círculo máximo de la Tierra, perpendicular a la línea de los polos.

Y ecuatorial es aquel aparato que se compone de un anteojo móvil y sirve para medir las ascensiones y declinaciones de los astros. Entonces soy del país de la mitad, país que por secuencia histórica debió llamarse Quito, porque antes de que pomposamente empezáramos a tener vida propia como república independiente, nuestro pedacito entrañable de tierra se llamaba Gobernación Independiente de Quito y luego Audiencia y Presidencia de Quito.

Pero dejemos de lado este nombre ((geográfico y geométrico)), y digamos que, como dice algún historiador, ((para vivir a dos mil ochocientos cincuenta metros sobre el nivel del mar –altura de Quito- todos los hombres de todas las razas del globo tienen que ensanchar el perímetro del tórax)).

Ante todo no hay por qué asustarse. En algunos países creen que por haber nacido nosotros bajo la línea ecuatorial, somos unos bárbaros de taparrabo y lanza que comemos carne humana, y que bajo un sol abrasador celebramos rituales de orgía y sangre. Otros creen que estamos situados en el África o en la América Central (por aquello de la mitad). No, estamos en Sudamérica y somos hermanos de límites con Perú y Colombia.

Nacidos entonces bajo la línea ecuatorial, sería atinado decir que la geografía nos desune, nos dispersa, no nos permite una uniformidad, somos selva y trópico pero también montañas y nieve, maravillosa fusión de cosmografía y sangre, negros, indios, cholos, mulatos, mestizos, blancos, desde donde han salido un arte y una literatura múltiples que ahora paso a narrarles.

De una manera vacilante, indecisa, como cuando el niño empieza a caminar, la literatura ecuatoriana inicia su camino a pie, pero bajo la sombra tutelar, libertaria, polemista, del indio quiteño Eugenio Espejo, quien, desde 1770, en panfletos, libros y periódicos, asumió su valiente actitud anticolonialista, que finalmente le costaría la vida a este conspirador e inspirador de la Independencia. Luego, en el último cuarto del siglo XIX, la literatura ecuatoriana empezará a caminar bajo un optimismo racionalista, un mundo inconmovible, prefigurado, quieto, ordenado, feudal, y conservador. En el cuento no se ve más allá del relato de costumbres, de la tradición o la leyenda, y los temas estarán vinculados a un realismo chato y luego a un romanticismo dulzón y desabrido cuyos padres putativos serían Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo, Walter Scout, entre otros.

En todo caso, los personajes de esta literatura son cacasenos del pueblo, y el escritor desde una esfera superior muchas veces se burla de ellos, los ridiculiza (Juan Valdano). El humor es concebido aquí como el trasfondo de una conciencia de clase privilegiada que desprecia lo popular. ((La jerarquía de clases es clara y debe mantenerse tanto en la literatura como en la vida)) (Juan Valdano). Todo parte de lo clásico, de lo verosímil, de lo realista. Estamos en las primeras décadas del siglo XIX y los escritores apuntalan con sus sueños, un poder omnímodo que respira quietud y vida sana.

Las características de esta literatura estarían dadas por el punto de vista. El narrador es el Dios de los hombres y las circunstancias, está en todas partes (y en ninguna se lo puede ver), por ello se utiliza la tercera persona, que prefigura la cosmovisión y el desarrollo de todo el contenido. Se detalla el paisaje y se describen los ambientes, el lenguaje es academicista, rancio, convencional, es decir el instrumento adecuado para interpretar la burguesía decimonónica: pureza, casticismo, corrección formal, moderación expresiva, pudor, idealismo, amaneramiento, (Juan Valdano).

Pero hay alguien, fuera del cuento y de la novela, que distará mucho de esa moderación y ese optimismo, y que fustigará con su pluma a los dictadores y a los poderosos, un hombre ecuatoriano que fue exaltado por José Enrique Rodó, por Rubén Darío y por Miguel de Unamuno: Juan Montalvo, aquel escritor de un casticismo irreprochable cuya pluma no tembló cuando se decidió a escribir los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Empezaba entonces la confrontación ideológica entre dos corrientes representadas en las letras por Juan León Mera (conservador) y Juan Montalvo (liberal). En poesía, y luego de la gran poesía épica de José Joaquín de Olmedo (que igual cantaba las hazañas del Libertador Simón Bolívar, como las del dictador Juan José Flores), el modernismo, al decir de Jorge Enrique Adoum, aparece como la expresión más cabal y más lograda de la frustación de la burguesía y el gamonalismo. Cuatro poetas trágicos, con tentativas de evasión y muerte, irrumpen con sus cantos donde se nota la huella dolorosa de Baudelaire y Verlaine. Uno de ellos, Ernesto Noboa y Caamaño, diría de sus colegas: ((a unos los cesó la muerte y a otros…. Los mató la vida)) (quizá por esa falta de voluntad de vivir el gran escritor y periodista Raúl Andrade los llamaría la Generación Decapitada). Magníficos poetas, sus obras son perlas de tristeza, exactas, puras, de donde no emerge nada que no sea melancolía. sus nombres: Medardo Ángel Silva, Humberto Fierro, Ernesto Noboa y Caamaño , y Arturo Borja.

Las luchas independentistas han llegado a su fin. Se comienza a sentir la necesidad de asumir un compromiso y fijar los cimientos de una literatura nacional y popular. El liberalismo asume el poder en 1895 y entonces aparece la novela de ese movimiento: A la costa, de Luis A. Martínez (1906).

El siglo XX se abre efectivamente para nuestra América, con ese gran cuentista uruguayo Horacio Quiroga, y en nuestro país empiezan a reafirmarse, a delimitarse, dos caminos del realismo: el realismo social y el realismo sicológico; dos vertientes copan la literatura de los albores del siglo. En nuestro país aparece un libro de alguien que a la postre moriría loco en un sanatorio para enfermos mentales, Pablo Palacio: Un hombre muerto a puntapiés (1927). Ese libro marcaría los derroteros de casi toda la literatura posterior. Los otros escritores significativos de la famosa generación de los treinta se adscribirían al realismo social por la necesidad de denunciar las injusticias sociales, de mostrar la realidad del campo, de la tiranía feudal. En la poesía, a partir de 1925, aparecían las obras de tres grandes líricos de nuestra literatura: Jorge Carrera Andrade, Alfredo Gangotena y Gonzalo Escudero. Recojo aquí algunos de los contextos internos y externos que marcaron esa literatura y que he tomado de algunos investigadores de mi país.

Contextos internos: Crecimiento de las ciudades, industrialización naciente, formación de un proletariado urbano, desencanto por la traición a los movimientos revolucionarios del pasado y comienzos del presente.

De 1920 a 1940 tenemos veinte presidentes, casi uno por año: inestabilidad política, búsqueda y agitación.

Contextos externos: 1914, año de la barbarie de la Primera Guerra Mundial. Desengaño de la civilización europea. Constantes intervenciones del imperialismo norteamericano en la América Latina. Crisis económica de 1929.

Revitalización del marxismo. Hechizo de las nuevas ideas de Marx y Freud. Se fundan el Partido Socialista y el Partido Comunista en nuestro país.

Corrían los años en que todo vestigio liberal de la revolución de 1895 se había quemado en la misma ((hoguera bárbara)) en la que asesinaron y quemaron al líder máximo de este movimiento liberador: Eloy Alfaro, quien prefigura con sus derrotas y sus victorias al coronel Aureliano Buendía, de García Marquéz. Si vive el caos, la explotación y la miseria; empieza a vislumbrarse el fantasma pavoroso de la Segunda Guerra Mundial.

En noviembre de 1922 la incipiente clase obrera, que había empezado a generarse a través de una industria dependiente o privada, recibe su bautismo de sangre en la más inmisericorde matanza que se haya registrado en nuestro país. De esta dolorosa experiencia histórica saldrá la obra más firme escrita por un militante comunista ecuatoriano: hablo de las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara (el pueblo de Guayaquil cada año arroja cruces de madera o flores al río en recuerdo de los obreros asesinados y tirados al agua, el 15 de noviembre de 1922).

En 1925, la Revolución Juliana que apenas quedó en un tenue reformismo, llevada adelante por militares de baja graduación en beneficio de la clase media en ascenso, claudicaría más tarde frente a la presión oligárquica feudal. De igual manera, la Guerra de los Cuatro Días, en 1932, sirvió para masacrar al pueblo en la lucha fraticida de liberales y conservadores por la hegemonía del poder. La depresión consiguiente a la Primera Guerra Mundial se hace patente en el mercado agrícola ecuatoriano.

El movimiento de los años treinta (cuyas figuras máximas son Alfredo Pareja, Enrique Gil, José de la Cuadra, Demetrio Aguilera, Joaquín Gallegos, Pablo Palacio y Jorge Icaza) se fortaleció dentro de un proceso y una coyuntura social específica, porque todo hecho artístico recibe de su contexto social la savia que lo nutre.

Enrique Gil Gilbert escribe su mejor obra en 1940, Nuestro pan, que recibe el segundo premio en el concurso que ganó El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Demetrio Aguilera Malta es el álter ego del choclo en A la Costa y en sus novelas Don Goyo y La Isla Virgen, sus cualidades sociológicas son impresionantes. José de la Cuadra fue quizá el mejor escritor de cuentos de su época, tanto en el Ecuador como en la América Latina. Sagaz, lúcido, de un poder de síntesis altísimo, el realismo mágico aparece de su pluma con Los Sangurimas, novela corta que prefigura con varios años a Cien años de soledad.

Nuestros escritores de los años treinta enfrentaban esta época de una manera consecuente con los intereses del pueblo y con su política reivindicativa. Todos ellos militaron en organizaciones de izquierda, y su obra es crítica, realista y demoledora.

De los inclaudicables escritores de esos años de nuestro país, diremos también lo que varios críticos literarios han encontrado en sus libros: descarnado verismo. Crudeza. Revelación de la realidad, situaciones extraordinarias, no cotidianas. Violencia, crimen, sexo. Relaciones de injusticia social. Una literatura que no divierte sino advierte, que no anuncia sino denuncia. Del tono informativo pasa al subversivo. Se encuentra incorporado el elemento mágico (el fondo de lo popular). Hiperboliza la realidad del montubio. Los personajes son proletariados, o es la comunidad entera; se reivindica lo autóctono y, como dice Diego Araujo, llegan al diseño del personajes prototípicos: el indio explotado, el patrón, el mayordomo, el cura…. Por otro lado, no se olvidan el sermón proselitista y la innovación técnica. Se reinventa el lenguaje. Encontramos un habla fresca y realista; uno de ellos, quizá el más experimental y auténtico, José de la Cuadra, decía: fotografía y fonografía de la realidad, eso es lo que buscamos.

Los años cincuenta, hasta cierto punto, son estériles y de una calma bonachona; década, empero, que se abre con una gran novela: El éxodo de Yangana, de Ángel Felicísimo Rojas, uno de los textos literarios más novedosos, atrayentes, denunciativos y bellos de la historia literaria se da entre los dos realismos. En el uno superviven Jorge Icaza , creador de la novela que mayor fama ha tenido en el Ecuador y en el mundo entero: Huasipungo, algunos cuentos de Gallegos Lara, Pedro Jorge Vera, Alfredo Pareja, Adalberto Ortiz, con su deslumbrante novela Juyungo, ((historia de un negro, una isla y otros negros)), y en el otro, en el realismo sicológico, empiezan a aparecer muchos escritores que tienen ya una obra de consideración: César Dávila, Rafael Díaz Icaza, Jorge Enrique Adoum, y otros.

Finalmente, hace algunos años, en nuestro país, sintomáticamente a partir de la Revolución Cubana y los distintos movimientos de liberación con su significación dentro de la América Latina, fueron surgiendo grupos, movimientos, talleres o escritores individuales que consideraron ya a la literatura dentro de su especificidad como un factor necesario de cambio, de orientación y de testimonio. Dentro de los diferentes géneros literarios, el cuento ha ido adquiriendo una mayor resonancia, proporcional al rigor, a la disciplina y a los objetivos que el escritor contemporáneo se propone, en un mundo donde la desubicación, la desorientación y la ambigüedad son los instrumentos diarios y alienantes con que nos regala el contexto mundial.

En uno de los manifiestos del Frente Cultural decíamos que el desarrollo del capitalismo en Ecuador, el surgimiento de la clase obrera, la constitución de organizaciones políticas que reivindicaban los elementos fundamentales que determinaron la conformación de núcleos de intelectuales del sector medio que ya no respondían a los intereses de las clases dominantes. Hasta la década de los años sesenta aparecen intelectuales progresistas que, al asumir compromiso político con la historia, devinieron en militantes de las organizaciones de izquierda.

Las décadas de los años sesenta y setenta se caracterizan por el emerger de movimientos iconoclastas, agrupados alrededor de programas inmediatistas que, aunque mecánicos y románticos, se asumen dentro de la concepción sartreana del compromiso intelectual, y plantean una ruptura total con el oficialismo cultural. Una muestra de esto es el grupo Tzántzico y su revista Pucuna, que significativamente asumen la necesidad de ((reducir cabezas)) consagradas, es decir, el parricidio. Esto, que fue más una actitud que una praxis real, logró sin embargo romper un lastre acumulado por el conformismo, y llevó a alguno de esos grupos a plantearse su quehacer bajo una intención política, que finalmente redundaría en una mejor aprehensión de la realidad cultural del país.

Dentro de este contexto –decía también el manifiesto- la historia y la dirección que esta toma, impulsada por la clase trabajadora, hoy va demostrando que la única posibilidad de ser realmente un intelectual es ir generando prácticas culturales insurgentes. Como esta práctica no se da en el campo neutro sino en la historia real, caracterizada por la lucha de clases, el intelectual –como agente reproductor de ideología- debía estar vinculado a los frentes de masas y asumir de este modo su función de intelectual orgánico, tal como lo conceptualiza Gramsci. El preceso de transformación conducido por las clases explotadas exigía nuestra participación en el sentido de investigar, aprehender, divulgar y desarrollar la cultura del pueblo.

En estas circunstancias, reformulamos la cultura como la interrelación de las diversas manifestaciones del pueblo, y esta interrelación en permanente contradicción con las manifestaciones ajenas a él. Uno de los símbolos inequívocos de esa literatura es justamente el de tomar el hecho artístico como una vocación, como una dedicación, como una profesión rigurosa y diaria.

No era obra y gracia de la inspiración o de las musas, era un hecho real, que requería investigación desde diferentes puntos de vista, investigación de la forma y del fondo, de lo que se dice y de cómo decirlo, del lenguaje y de su profundidad conceptual. Entonces, lo aparentemente insignificante se llenaba de significado, lo cotidiano estaba lleno de latencias, de reflejos interiores, la persona que pasaba por la calle, su actitud frente a un niño, frente a una mujer, su manera de sentarse en el parque, las palabras, adquirían otros significados.

Por otro lado, la necesidad de sentir la ciudad, de redescubrir y amarla, de ahondar en nuestras raíces históricas, de dónde venimos, a dónde vamos, era otro síntoma de nuestra literatura joven. Veremos a Iván Egüez (La Linares, Pájara la memoria) fantaseando irónicamente en sus conventos y cúpulas, dándole al personaje cotidiano un carácter épico, atacando el lenguaje, llenándolo de aliento, volviendo a crearlo, encarnándolo; a Abdón Ubidia (ciudad de invierno) en uno de sus cuentos, rastreando la ciudad acometiéndola, buscándola, desde diferentes artistas , tratando de provocarla, de quitarle sus velos, de explicarla y, por su medio, explicarse, pensando quizá en que es su clima delicado el que nos tiene melancólicos, o que es su arquitectura la que nos brinda los chispazos barrocos de nuestro lenguaje. A Jorge Velasco (Como gato en tempestad) reinventando ese lenguaje popular guayaquileño que emerge de sus calles, de los que no tienen voz; a Eliécer Cárdenas (Polvo y ceniza) buscando las coordenadas misteriosas del bandolerismo criollo en la imagen de Naun Briones; a Jorge Dávila (María Joaquina en la vida y en la muerte) analizando y pormenorizando los rasgos existenciales y alienantes de la batería provinciana; a Francisco Proaño (Historias de disecadores) aprehendiendo los ademanes histriónicos y fantasmales de aquel personaje que durante cuarenta años fustigó con su dedo y su oratoria el alma de la patria; a Jorge Rivadeneira (Las tierras del Nuaymas) a la caza de su guerrilla perdida; veremos a Vladimiro Rivas (Los bienes) buceando entre los recuerdos familiares, recordándonos a todos nuestra abuela y sus peripecias; a Marco Antonio Rodríguez (Historia de un intruso) atormentado por la trascendencia del hombre común, de su devenir y de su metamorfosis síquica frente a una sociedad vacía de valores; veremos a Raúl Vallejo (Máscaras para un concierto) convirtiendo en personaje real al que un día fue poeta de los decapitados; a Javier Vásconez (Ciudad lejana) desmembrando los huesos de una aristocracia sin meta y sin salida; es decir, a todos nosotros frente a una misma situación crítica y comprometida, utilizando algunas de las armas del hombre, el pensamiento, la literatura, para atacar desde diversos ángulos el armatoste del mal del siglo, la corrupción.

Vendrían entonces los extraordinarios, encantados, desencantados, apabullantes, libres, esquizofrénicos, trágicos, luminosos años sesenta, pero ya que hemos llegado hasta aquí, bajo esas dos realidades de nuestros escritores de los años treinta –el realismo social y el realismo sicológico- es hora de preguntarme (ya empiezo a estar involucrado) de qué realidad hablo.

La realidad no existe. Al menos no como la entiendes tú. Sancho, diría Quijote. La realidad para nosotros, los de los años sesenta, es una trampa. Y en literatura, la realidad es apariencia. El escritor únicamente entiende ((la realidad)) si va así, entre comillas. Vladimir Nabokov, Franz Kafka y Fraulkner lo sabían.

Muchas realidades se inmiscuyeron y acicatearon nuestra agitada propuesta literaria de los años sesenta, propuesta de identidad y de lenguaje, propuesta de una nueva simbología y un nuevo ((viaje)) al interior del hombre, propuesta que dejara a un lado el optimismo racionalista de los doctos, el maniqueísmo posterior, la mirada exterior, el realismo chato y unidimensional, el automatismo y el objetivismo externizante, el tratamiento manipulador de un lector tibio, inocente e ingenuo, propuesta, en fin, que nos comprometía y nos convertía en sujetos vivos de un conflicto social, ético y estético.

La Edad de Oro de nuestras letras (1925-1945) había pasado, y nosotros con gusto les dimos todo el oro que merecían y nos quedamos sin nada. Pero fueron otras ((realidades)) asombrosas y desgarradoras, internas y extremas, las que modificaron, nutrieron, apuntalaron nuestra necesidad de convertirnos en escribientes, en oráculos, en chamanes de una conciencia nueva, subversiva, caótica, violenta, ambigua, que contenía el hombre planetario, al hombre en sí y a su circunstancia.

Pienso que ya no se trataba de matar a nuestros inmediatos padres de los cincuenta, padres que no merecían la muerte de manos nuestras, porque ya la llevaban implícita en un porfiado realismo social a ultranza (excepción hacha de dos entrañables padres putativos que más tenían de hermanos: Jorge Enrique Adoum y César Dávila). Se trataba de mirar a nuestros abuelos de los años treinta con mayor detenimiento, de saldar cuentas, de acumular y decantar su experiencia, su empuje, su vigor, retomar los rasgos espirituales del paisito, y seguir adelante, contemporanizando más bien con los tíos de más allá del charco, es decir, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Alejo Carpentier y Juan Rulfo, quienes filtraban para ellos y para nosotros las sabias enseñanzas de Maupassant, Poe, Faulkner, Hemingway y Quiroga, en una dialéctica de circulación sanguínea.

La vertiginosidad de la vida en esa década nos imponía otros códigos y otros rostros espirituales. La realidad para nosotros empezaba a ser lo que siempre es: una epifanía. Una revelación inesperada. Un entrañable escritor amigo, de mi generación, decía que la obra de los escritores ecuatorianos de la generación de los treinta era simplemente insuperable. Eso lo decía completamente convencido, un escritor que se desangra diariamente buscando la perla que yace en el fondo de la ostra, y ha dado grandes muestras en sus libros de una, no insuperable, pero sí nueva actitud frente al mundo, actitud que en esencia deviene estilo.

Ya se sabe que a veces de tanto repetir una afirmación cualquiera, se vuelve indiscutible; peor aún en nuestro país, donde ningún concepto pasa por el análisis sino por la crítica deportiva. Pero entonces, qué significan en nuestra vida intelectual novelas como Entre Marx y una mujer desnuda, lucidísimo collage de lo que somos, de lo que buscamos, viaje estremecedor al corazón de la inteligencia, evocación multiforme de un escritor de los años treinta (Gallegos Lara), con los recursos sicológicos, lingüísticos y humanos de los sesenta. Y qué significa pájara la memoria, ese permanente homenaje a la lengua y a la vida, y que significan Polvo y ceniza, Bruna Soroche y los tíos, y qué hacen allí los cuentos finos y profundos de Ubidia, Velasco Mackenzie, Vásconez, Dávila Andrade, Proaño Arandi, y qué decir de aquella palabra secreta de Humberto Vinueza, Euler Granda, Javier Ponce, Efraín Jara Hidrovo, Carlos Eduardo Jaramillo y otros. O el aporte sustancial de aquellos pensadores como Agustín Cueva, Fernando Tinajero o Alejandro Moreano, que buscaron darle organicidad a nuestra propuesta.

Es una verdad que nuestra generación ha sido de ruptura y aporte. Quizá esa ruptura y ese aporte se manifestaron luego de una tenaz asimilación y estudio de la obra fecundada de los escritores de los años treinta, especialmente de Pablo Palacio, pero es posible también que, como dice Vladimiro Rivas, nuestra adhesión a la obra de Palacio deba entenderse como un síntoma de desamparo, de ausencia de padres, de ausencia de vasos comunicantes. Innegables, por otro lado, son las virtudes literarias, políticas, ideológicas y sociales que, dentro de un contexto específico, desarrollaron nuestros escritores de los años treinta, pero pienso que suficientes romerías se han realizado hacia sus libros y es peligroso que, de tanto mirarlos, se nos conviertan en espejismo. Parecería que nos ha dolido crecer huérfanos. Y quizá por ello habremos contraído los vicios del huérfano. Pero nuestro crecimiento ha sido vertiginoso, solidario, en las calles, al aire libre.

Vuelvo al libro Desciframiento y complicidades, de Vladimiro Rivas (cuyas virtudes como ensayista son innegables, no así su narrativa que tiene deudas literarias demasiado obvias, especialmente con el clan borgeano), quien dice, refiriéndose a nuestra generación:
(…) le ha costado mucho tiempo descubrir el mundo que le rodeaba y descubrirse. Trabajosamente y no sin sacrificio llega a la madurez literaria, esto es, a entender lo que es una novela y cómo se vive su escritura. El mismo Adoum llegó tarde a la novela.
Publicó Entre Marx y una mujer desnuda a los cincuenta años de edad. Pero Adoum ya había dicho su palabra en la poesía. Estaba de por medio el vacío generacional de los cincuenta. Nos costó entender que no se escribe para cumplir un deber cívico sino por razones más íntimas, que acaban finalmente tendiéndole la mano al imperativo social.

Es decir, las nuevas realidades necesitan nuevas formas, nuevos lenguajes, nuevos desafíos. Y cuáles eran esas realidades que impulsaron y modificaron nuestra expresión, que desempantanaron una literatura que ya olía a sahumerio, que le dieron una actitud vital bajo un nuevo realismo más profundo y complejo. Veamos a vuelo de pájaro: nacimos en el centro de un cacareado sentimiento de derrota, por la guerra con el Perú. Todo lo que tocábamos se convertía en derrota. Y para acumular una formidable vocación para la derrota. Y para el sufrimiento. Soportamos una larga, mediocre y folclórica época de populismo y militarismo. Más tarde, la fragmentación de la izquierda y sus luchas intestinas, que se dieron también entre nosotros y nos tornaron enemigo del amigo y viceversa.

Varios compañeros de entonces eligieron un radicalismo vehemente, a otros –como diría Hemingway- el marxismo les estropeó el estilo. Y más cercano a nosotros, toda aquella avalancha de vida, de esperanza y tragedia que se generó en la década del setenta. Pero, ¿qué es lo que no pasó en aquella década? El mundo bullía por todas partes, la gente estaba viva, las cosas estaban vivas, la naturaleza estaba viva. Momentos ejemplares con que salieron flote las virtudes más profundas del ser humano, y, obviamente, su contrapartida. Se empiezan a generar en nuestra América grupos literarios iconoclastas y vagabundos como el dadaísmo, el tzantzismo, etcétera. Auge del petróleo en el país, nos convirtió en consumidores y nos ((elevó)) al estatus del jean y el rock and roll. La epopeya de Cuba. Fidel. El Che. Las luchas de liberación latinoamericana. Los Tupamaros. Los Montoneros. Nuestra frustada y también folclórica guerrilla de Toachi. La tenaz y ejemplarizadora lucha de la mujer por la reivindicación de sus derechos. La juventud del mundo contra el monstruo de mil cabezas: el poder. La Teología de la Liberación. Los movimientos beat (especialmente en poesía) y pop (en pintura). Los Beatles y su profundo Let it Be. Mayo del 68, la revolución de los muros, es decir, aquella ((expansión de las posibilidades)) como le explicaba a Sarte aquel aquel jovencito judío-alemán que encendió París con sus grafitos: Dany Cohn-Bendit. Recordemos de paso cómo hablaban las paredes de Nanterre en ese entonces:

Tenemos una izquierda prehistórica
La imaginación al poder
Exagerar es el alma
Hablen con sus vecinos
Estamos tranquilos, dos más dos ya no son cuatro
Prohibido prohibir
Francia para los franceses es un slogan fascista

Sastre, Marcuse, Debray, Evtuchenko, Althusser, Roland Bathers, Angela Davis, Julio Cortázar y muchos otros aireaban la política, la filosofía y la literatura. Se dio entonces una liberación de los comportamientos, una búsqueda de autenticidad en los afectos, una apertura de la mente, de sus posibilidades infinitas. Había una tendencia al acercamiento a la naturaleza que desechaba lo plástico y daba nuevos contenidos a los sentimientos, los deseos, las necesidades. Se buscaba una espontaneidad descontrolada que se multiplicaba en toda la hermandad latinoamericana. Estaba representada por los mochileros, los hippies, verdaderos chasquis de nuestro tiempo, que traían en su barba descuidada la noticia de la nueva vida, del nuevo deslumbramiento, que le hizo decir a Cortázar aquello de que se estaba viviendo un siglo de oro, independientemente de cuánto duraría.

Vendría luego la guerra de Vietnam. Nunca olvidaré la despedida de los familiares de aquellos soldados, especialmente puertorriqueños, latinos, negros, en el aeropuerto de Chicago, con la perplejidad de la muerte rondando ya en sus rostros, con la indescifrable angustia de no saber a dónde iban, ni para qué, ni qué defendían, ni por qué. Y mucho más tarde, la Perestroika, la caída del Muro de Berlín, la Guerra del Golfo, los sucesos de Nicaragua, el desangre de la Revolución Cubana, su espantosa soledad y aislamiento.

La tecnificación acelerada, la deshumanización, la robotización del ser, la vergüenza de ser humano en esta humanidad. La manipulada posmodernidad y su interesado fin de las ideologías, el descalabro del comunismo europeo y, por si fuera poco, el sida.

Estas y mil más han sido las realidades que han constituido nuestro marco sociopolítico y espiritual en el que ha crecido y se ha desarrollado nuestra literatura; una literatura de la ambigüedad, de la angustia, de la incertidumbre, del desencanto del hombre y sus instituciones; una literatura que, sin embargo, busca la identidad perdida, la inocencia, el gesto, el otro rostro de una existencia urbanizada y encementada, literatura que fluye de la conciencia, que interioriza en los eslabones rotos del ser humano, que desquicia lo cotidiano, que revela su secreto, que envuelve, alumbra y oscurece la identidad del hombre común, que se olvida de la anécdota para ir vertiginosamente a la esencia existencial de un gesto, una palabra, una lágrima; una literatura hasta cierto punto secreta, con el aura de un diario íntimo, donde el antihéroe sin ornamentos se mira al espejo, hace muecas, grita a la conciencia del lector para juntos empezar siempre una faena lúdica y trágica de búsqueda de la dignidad, de la libertad, del amor extraviado.

Es una literatura de crisis que se fortaleció dentro de la misma crisis, sin olvidar el punto de vista crítico, mordaz, incisivo, a la sociedad de la cual se desprendía, y sin olvidar tampoco la autocrítica despiadada y la polémica sobre el objeto y el objetivo estético. Generación que todavía tiene mucho que decir, quizá algo menos estentóreo y espectacular, pero más reflexivo y sabio.

En todo caso, y recordando a T.S. Eliot (otro padre putativo), las palabras del año pasado pertenecen al año pasado, las palabras del año que viene aguardan nueva voz. Pero las palabras de esos años pasados eran palabras que escenificaban un mundo que se iba poco a poco desencantando de un idealismo ilusorio, de la confraternidad y la esperanza iría pasando poco a poco al individualismo, la soledad, la derrota y la duda. Granada había sido invadida, Goliat contra David. Vietnam era la tremenda guerra que todos llevábamos en el corazón, y que quizá no entendimos nunca; los artistas e intelectuales empezarían a enfermar de desencanto y melancolía. La gran generación o degeneración beat no llegaría a los años sesenta; con la muerte de Jack Kerouac, Louis Althusser, al decir de Javier Ponce el periodista ecuatoriano, ((seguía recorriendo sanatorios, y marcando, con su vida personal, el tránsito del marxismo intelectual a la tragedia personal, que culminaría más tarde con el asesinato de su mujer, Helene, y su locura terminal)). Roland Bathers moriría bajo las ruedas de un camión luego de decir desesperanzado: ((Soy un hombre disperso)).

Sartre moriría vomitando solo ((Dans les toilettes)), mientras miraba el rostro de Dios. Ezra Pound exiliado y amargado en Venecia, diría mientras le enterraban:
Yo ya no sé nada. He llegado demasiado tarde a la incertidumbre total. Es algo a lo que he llegado por el sufrimiento. No existe un hombre contemporáneo. Existe solamente un hombre que puede tener una mayor conciencia de los errores. Toda mi vida creí que sabía algo. Después llegó un día extraño y me di cuenta que no sabía nada. Y las palabras se han vaciado del sentido (…).

Con su música, Bob Dylan, Joan Baez, Jimmy Hendrix o Miles Davis matizarían esta angustia. Y en nuestra América, asesinaban al Hombre Nuevo, moría el Che Guevara, masacraban a Salvador Allende, se instalaban las dictaduras más sanguinarias y crueles, pero poetas y pensadores no dejaban de cantar: Ernesto Cardenal, Juan Gelman, Roberto Fernández Retamar, Lezama Lima, Silvio y Pablo, Cintio Vitier, Mariano Azuela, Mario Benedetti, Julio Cortázar, Juan Carlos Onetti, Jorge Enrique Adoum, Juan Rulfo. Como colorario, en los Estados Unidos Richard Rodees, que salió de la banda de Tom Wolfe y de Richard West, del nuevo periodismo literario, diría también con profunda melancolía; ((El siglo XX ha perfeccionado una máquina total de muerte. Producir cadáveres es nuestra mejor tecnología)).

Pensemos con Nietzche que hace falta tener un caos dentro de ti, para dar a luz una estrella bailadora, y aunque el avance de las modernas técnicas satelitales de comunicación, la realidad virtual, esa otra realidad enmascarada, la globalización y la política neoliberal nos desintegran como región (hablo de América Latina) y nos absorben como polvo cósmico a un solo centro de desarrollo y poder, siempre la literatura y el arte estarán allí para contradecir, para polemizar, para subvertir, para revalorizar la dignidad humana.

En mi país, de igual manera, están creciendo poetas desde las alcantarillas, desde las mazmorras, salen de los árboles, de los grupos y los jacarandás, de las montañas y la selva, de los suburbios, de las iglesias, hasta de los confesionarios.

Por mi parte, he decidido concentrar mi vida en la literatura y a veces pienso que más vivo cuando escribo que cuando vivo realmente. El arte es una especie de suero para el intoxicado, de bastón para el ciego, de sillón del sicoanalista para el extraviado. Recuerdo que Albert Einstein, cuando escuchó tocar el violín al gran artista Yehudi Menuhín, exclamó: ((Ahora sé que hay un Dios)). Sin embargo, a este músico cuando tenía nueve años su profesor de francés lo traumatizó y le dijo: ((mientras haya hombres habrá guerras)). Desde aquel día Menuhín no ha dejado de utilizar su arco y su violín como arma de paz: ((Estoy convencido de que la música puede acercar a los hombres y curarlos)), ha dicho.

Quizá sea eso lo que yo he querido decirles. Quizá sea eso lo que yo busco con mi literatura. La paz y la solidaridad. El deslumbrante camino a la esencia del hombre.

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